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domingo, febrero 06, 2005

Manuscrito encontrado en una botella

Tenía dieciocho años cuando fui a Italia con mi mejor amigo. Cargábamos mochilas enormes y una guitarra que pensábamos conquistaría las ciudades eternas. El tren nos llevaba a todas partes. Como viajeros, éramos puros y humildes. Dormíamos en albergues baratos. Comíamos sandwiches de jamón cocido y los cenábamos de nocilla. En nueve días no nos permitimos ni una pizza margarita, el plato más barato en todas las trattorias. Nuestra comida más refinada fue una hamburguesa que, en un gesto poco novelesco, vomité en la playa del Lido. No compramos souvenirs ni entradas de museos. Cualquier gasto, por pequeño que fuera, era ponderado con la gravedad que se reserva a las decisiones trascendentales.
Para otras cosas no fuimos tan concienzudos. Un día jugamos a los indios en la plaza de San Marcos. Una noche dormimos al raso. En Roma vi caerse el sol sobre los tejados. Encontrábamos siempre lo que íbamos buscando. Teníamos facilidad para el viaje iniciático.
El helado fue en nuestra odisea un suceso fundamental. En Florencia nos compramos los más grandes que encontramos. Era la última noche y nos quedaban aún algunas liras, ahorradas trabajosamente gracias a una dieta férrea de fiambres y pan de molde. Caminamos hacia el río y nos acomodamos en la barandilla de un puente, donde apuramos los cucuruchos. Hablamos durante un tiempo, no sé cuánto. Había anochecido. Enfrente, el Ponte Vecchio parecía de juguete. Tuve repentinamente la sensación de que el mundo había empequeñecido. Lo delimitaban ahora dos calles que, como un decorado de cartón piedra, discurrían paralelas a las orillas del Arno. Supuse que detrás de sus fachadas, colocadas para nuestra contemplación, el espacio había desaparecido, como un objeto prescindible.

El puente desde el puente Posted by Hello
Después, cuando volvimos a la orilla, me decepcionó verificar que el mundo recuperaba sus dimensiones inabarcables. Como de costumbre, unas calles conducían a otras, y unas ciudades a otras.
Entre ellas, Niza es una de las que no he visitado. Habíamos planeado pasar allí un día, cuando el tren nos trajera de vuelta a España desde Florencia. Pero por motivos que no recuerdo seguimos viaje. El día de Niza no llegó pues a suceder. A pesar de ese contratiempo, lo recuerdo con exactitud. Sé cómo habría sido: lo que habríamos hecho, cómo habríamos estado allí. Entiendo, sobre todo, cuál sería el sentimiento. Entiendo también que esa comprensión equivale a la vivencia, e incluso la supera. Aquel día, que no he vivido, es más intenso que muchos de los que después han transcurrido.
Tenía dieciocho años cuando fui a Italia con mi mejor amigo. Ése fue sólo uno de los desplazamientos, pero hubo otros. Los del espacio, que se hace pequeño hasta caber en un puente. Los del tiempo, que persiste aunque uno no esté ahí para formar parte de los hechos. Los del recuerdo, que alberga también lo que nunca ha existido.
Por lo demás, la guitarra volvió indemne. No llegamos a tocar ni un acorde. El silencio es, en las plazas de Italia, un objeto raro y hermoso, que no quisimos quebrantar.



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